En el curso aprenden a recorrer y vivir la ciudad usando el resto de sus sentidos, ahora cocinan, montan en MÍO y hasta cosen.
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Lo más probable es que usted no sepa que el billete de $20.000 es el único que, al doblarlo y frotar sus dos mitades, hace un sonido particular que ningún otro billete produce. Que el de $1000 tiene letras en relieve a lado y lado. O que el de $5000 no tiene nada especial al tacto.
Y no tendría por qué estar enterado. Efraín Solís, de 27 años, no lo sabía hasta que se vio en la necesidad de aprenderlo, luego de que perdió la vista a causa de un glaucoma hace poco más de un año. De hecho, si usted intenta notar estos detalles en este momento, probablemente no los distinga con facilidad.
Incluso, para Efraín fue difícil aprenderlo. Tuvo que ejercitar sus manos metiéndolas en arroz crudo y en arena, para despertar sus sentidos. Para aprender a ver con sus nuevos ojos.
Aunque parece un hecho simple, para él aprender cosas como esta ha sido como volver a nacer. Coserle el botón a una camisa, prepararse el desayuno, marcar el celular, usar el MÍO. Cosas que parecen sencillas, pero que para ellos se convirtieron en todo un reto.
Lo bueno es que hay quién le enseñe cómo hacerlo. Fue por esa razón que ayer Efraín, junto a otros nueve hombres y mujeres con discapacidad visual, recibieron un certificado como ‘Personas independientes’.
Se trata de un curso que, como si fuera una universidad de la vida, les enseña a desenvolverse en su vida cotidiana (ver anexo). El programa incluye las clases ‘Actividades de la Vida Diaria I y II’, que se dictan en salones que simulan un hogar, cuenta Ana Chávez, trabajadora social.
Allí aprenden a picar alimentos, a cocinar en la estufa sin quemarse. “Incluso a freír, que es quizás lo que más les da miedo en la cocina”, dice.
A Stephany Pérez, por ejemplo, lo que la impulsó a entrar al curso fue aprender a movilizarse. Andar por la ciudad sin que nadie tenga que acompañarla. Pero en especial, perder el miedo a andar sola.
Su caso es un poco diferente, porque no carece totalmente de visión. Sufrió de una lesión en el nervio óptico durante el embarazo de su madre, a quien le dio preeclampsia. Ella logra identificar formas y colores. Es por ese motivo que a sus 24 años ya culminó una carrera de artes plásticas y se dedica a la pintura.
Haberse graduado en ‘autonomía’ significa mucho para ella, dice, porque ya puede prepararse el almuerzo si su mamá no está en casa. O puede salir a tomar el MÍO en cualquier momento.
“Uno puede hacer de todo”
Uno de los aspectos más importantes del curso es, quizás, aprender a movilizarse por la ciudad. Las profesionales del programa, como Ana, salen con sus aprendices a recorrer el sistema masivo para que se defiendan en él.
No es fácil. A Efraín le parece que tomar el MÍO, además de incómodo, es muy complicado todavía. Aunque hay quienes ceden el puesto o ayudan a cruzar la calle, predomina la indiferencia, cuenta el joven. Dice que a veces, cuando pide que le den una silla, le responden cosas como: “yo también estoy pagando mi pasaje”. Una vez hasta le partieron su bastón de guía.
Pero aún así, explica que esas son cosas que pasan, a las que hay que acostumbrarse. “Uno puede hacer todo lo que hacía antes, cuando veía, pero ahora con mucha paciencia”. A él le tomó seis meses dar el paso y darse cuenta de eso, superar su depresión y entrar al curso, el cual le cambió la vida.
Carmen, su mamá, cuenta entre risas que el muchacho antes era muy acelerado. Que ahora piensa mucho más las cosas, es más pausado. Antes se dedicaba “a lo que fuera”. Hoy Efraín toma clases en el Sena de cómo usar un programa de sistemas especial para ciegos, llamado Jaws, que le permite manejar computadores.
También toma clases de baile, para no perder la costumbre. “Además porque a uno de ‘niche’ le gusta bailar mucho”, puntualiza con una gran sonrisa.
Es que nunca es tarde para volver a nacer. Para enfrentar los obstáculos de la vida. Que lo diga el sacerdote Luis eduardo Medina, quien a sus 83 años, también se graduó del programa.
El clérigo ya no podía dar misa. Por una degeneración macular (trastorno ocular que destruye lentamente la visión central y aguda) fue perdiendo poco a poco la vista. Fue entonces cuando entró al programa para aprender a leer braille, alfabeto basado en puntos en relieve con el que las personas invidentes leen.
Cuando dio su discurso en la ceremonia de grado, el padre contó que de los muchos diplomas que tiene en su casa, este es el más significativo. “Nos enseñaron a ver cuando ya no veíamos, y a leer cuando ya habíamos vuelto a ser analfabetas”.
Todo se logra mediante la práctica, explica Efraín. Pero en especial, con amor. Con personas como las que lo acompañaron, como Ana, o como Claudia, la tiflóloga (educadora en braille y otros sistemas para ciegos), “cualquiera aprende”.